Se acabó GB (un lugar oscuro del Baix Llobregat, 22-3-07)
Ha muerto sola, en una habitación abandonada. Arrinconada en una estantería, antaño importante, convertidas ambas en meros criadores de polvo. Yo había vuelto por unos días, y no me he acordado de ella hasta el tercero. De repente, la he cogido. Estaba intacta, como siempre la había recordado. La he encendido y parecía viva, el entrañable logo de Nintendo deslizándose hacia abajo por la pantalla amarillenta.
Llego a la pantalla de inicio y me dispongo a apretar la tecla Start. No responde. Le doy tres veces seguidas más, presionando cada vez más fuerte. Me levanto. Cojo un boli y lo clavo en la maldita tecla pero sigues sin responder. La apago y la enciendo dos o tres veces más. Pero ya no responde. Mi Game Boy ha muerto a los 15 años de edad, una edad más que estimable para una consola. A pesar de tener un papel decisivo en mis actuales déficits de atención, es una máquina a la que le tenía un cariño especial. No solo me proporcionó deliciosas horas de falsa felicidad sino que además fue la primera ganga que conseguí en mi vida. Esta es su historia:
La Game Boy llegó a mi colegio como un virus. En manos de unos pocos portadores, no tardó en conseguir masas de adeptos diablillos fascinados por el extraño influjo que producían esos destellos de luz en su mente. De repente, el número de canicas y/o cromos que llevaras en tu bolsillo ya no determinaba la escala social. Si querías atención, tenías que tener la maquinita. Mis padres nunca me la hubieron comprado y yo no tenía suficiente dinero para comprarla. Con el tiempo, llegaron otras pequeñas consolas de colores y yo seguía condenado a pasarme las horas del patio esperando a que alguien me dejara echar una partida. Y entonces, alguien se metió en un lío.
Se llamaba David Martínez. Era un de los “listos” de la clase, deficiente en matemáticas pero excelente a la hora de meterte una torta. Nos sacaba un palmo a todos, pero tenía una extraña enfermedad en la pierna que le impedía andar bien. Su madre llegó a donar una parte del hueso de su pierna para ponérselo en el suyo y que se le regenerara. Al menos, eso me contaron a mí.
La cuestión es que intentó violar a una chica. Asi me lo contaron. En aquella época, las hormonas habían empezado a desembarcar en nuestros frágiles y cándidos cuerpos. El descubrimiento de la sexualidad en mi clase se produjo a lo bruto. En las horas del patio, los más listos se unían a la caza del nuevo especímen que había venido a perturbar nuestras conciencias: las niñas con tetas. Yo no destaqué demasiado en esta especialidad a pesar de mi empeño pero la pericia de David puso la anhelada Game Boy en mis morros. El nivel del manoseo iba in crescendo. Algunas de las niñas con tetas apreciaron el rol que les otorgaba dejarse meter mano. Levantaban los brazos y no paraban de gritar: “¡dejadme!” mientras un número indeterminado de buitres preadolescentes se abalanzaba sobre sus senos.
Los progresos se realizaban por la tarde, fuera del colegio. Y se contaban a la mañana siguiente, en el colegio. Una mañana me contaron que David le había roto el pantalón de chándal. Rajado, decían unos. Sin querer, decían otros. Lo cierto es que una niña con tetas de trece años apareció una tarde en su casa con un pantalón de chándal barato que no ocultaba el color de sus bragas. Y al día siguiente se presentó su padre a la puerta del colegio. Preguntando por David. Yo ya no recuerdo si lo vi o si lo visualizo de tantas veces que me lo han contado.
Estábamos en la valle del cole que daba a la calle. Los pardillos mirábamos como los listos jugaban a la Game boy cuando se acercó el padre de la n.c.t. Preguntaba por David, que se levantó todo chulesco, confiado, distraído, lo que le impidió esquivar el brazo que se abalanzó a su cuello estampando su cara contra la valle del colegio, a escasos milímetros de la (furiosa) cara del padre. Fue en este tenso clima de intimidad (por la proximidad) y de escarnio público, donde David fue sometido a un interrogatorio en el que, en solo dos minutos, reconoció su autoría, pidió perdón de las maneras más lamentosas y degradantes y se comprometió a la reparación material de los daños causados, que el padre cifró en 7000 pesetas. Creo recordar que lloró, pero quizás se lo inventa mi memoria.
El chándal que llevaba la n.c.t. no valdría más de 2000 pesetas, así que supongo que las otras 5000 serían el precio de su honor mancillado. Da igual, lo importante es que gracias a eso yo conseguí una Game Boy por 7000 pesetas.
Pero con el tiempo, todo fue acabando. Se acabó David Martínez, se acabaron los listos, se acabó meterle mano a las niñas con tetas y, hoy, se acabó la Game Boy.
Llego a la pantalla de inicio y me dispongo a apretar la tecla Start. No responde. Le doy tres veces seguidas más, presionando cada vez más fuerte. Me levanto. Cojo un boli y lo clavo en la maldita tecla pero sigues sin responder. La apago y la enciendo dos o tres veces más. Pero ya no responde. Mi Game Boy ha muerto a los 15 años de edad, una edad más que estimable para una consola. A pesar de tener un papel decisivo en mis actuales déficits de atención, es una máquina a la que le tenía un cariño especial. No solo me proporcionó deliciosas horas de falsa felicidad sino que además fue la primera ganga que conseguí en mi vida. Esta es su historia:
La Game Boy llegó a mi colegio como un virus. En manos de unos pocos portadores, no tardó en conseguir masas de adeptos diablillos fascinados por el extraño influjo que producían esos destellos de luz en su mente. De repente, el número de canicas y/o cromos que llevaras en tu bolsillo ya no determinaba la escala social. Si querías atención, tenías que tener la maquinita. Mis padres nunca me la hubieron comprado y yo no tenía suficiente dinero para comprarla. Con el tiempo, llegaron otras pequeñas consolas de colores y yo seguía condenado a pasarme las horas del patio esperando a que alguien me dejara echar una partida. Y entonces, alguien se metió en un lío.
Se llamaba David Martínez. Era un de los “listos” de la clase, deficiente en matemáticas pero excelente a la hora de meterte una torta. Nos sacaba un palmo a todos, pero tenía una extraña enfermedad en la pierna que le impedía andar bien. Su madre llegó a donar una parte del hueso de su pierna para ponérselo en el suyo y que se le regenerara. Al menos, eso me contaron a mí.
La cuestión es que intentó violar a una chica. Asi me lo contaron. En aquella época, las hormonas habían empezado a desembarcar en nuestros frágiles y cándidos cuerpos. El descubrimiento de la sexualidad en mi clase se produjo a lo bruto. En las horas del patio, los más listos se unían a la caza del nuevo especímen que había venido a perturbar nuestras conciencias: las niñas con tetas. Yo no destaqué demasiado en esta especialidad a pesar de mi empeño pero la pericia de David puso la anhelada Game Boy en mis morros. El nivel del manoseo iba in crescendo. Algunas de las niñas con tetas apreciaron el rol que les otorgaba dejarse meter mano. Levantaban los brazos y no paraban de gritar: “¡dejadme!” mientras un número indeterminado de buitres preadolescentes se abalanzaba sobre sus senos.
Los progresos se realizaban por la tarde, fuera del colegio. Y se contaban a la mañana siguiente, en el colegio. Una mañana me contaron que David le había roto el pantalón de chándal. Rajado, decían unos. Sin querer, decían otros. Lo cierto es que una niña con tetas de trece años apareció una tarde en su casa con un pantalón de chándal barato que no ocultaba el color de sus bragas. Y al día siguiente se presentó su padre a la puerta del colegio. Preguntando por David. Yo ya no recuerdo si lo vi o si lo visualizo de tantas veces que me lo han contado.
Estábamos en la valle del cole que daba a la calle. Los pardillos mirábamos como los listos jugaban a la Game boy cuando se acercó el padre de la n.c.t. Preguntaba por David, que se levantó todo chulesco, confiado, distraído, lo que le impidió esquivar el brazo que se abalanzó a su cuello estampando su cara contra la valle del colegio, a escasos milímetros de la (furiosa) cara del padre. Fue en este tenso clima de intimidad (por la proximidad) y de escarnio público, donde David fue sometido a un interrogatorio en el que, en solo dos minutos, reconoció su autoría, pidió perdón de las maneras más lamentosas y degradantes y se comprometió a la reparación material de los daños causados, que el padre cifró en 7000 pesetas. Creo recordar que lloró, pero quizás se lo inventa mi memoria.
El chándal que llevaba la n.c.t. no valdría más de 2000 pesetas, así que supongo que las otras 5000 serían el precio de su honor mancillado. Da igual, lo importante es que gracias a eso yo conseguí una Game Boy por 7000 pesetas.
Pero con el tiempo, todo fue acabando. Se acabó David Martínez, se acabaron los listos, se acabó meterle mano a las niñas con tetas y, hoy, se acabó la Game Boy.
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